1.09.2007

Salvado por la guadaña

El exdictador chileno Augusto Pinochet “se quedó sin condena, pero no sin castigo”.
A sus ochenta y dos años, el cáncer acabó con él, antes de que lo hicieran las autoridades.
Muchas víctimas lamentan la muerte sin condena de Pinochet, ya que estaba acusado de más de trescientas causas por los tribunales de Chile, entre ellas el ataque hacia el gobierno legal de Salvador Allende y la persecución y matanza de los seguidores del gobierno legal.
A pesar de ello hay una minoría chilena que lamenta su muerte, los cuales fueron a velar el cadáver en el único acto militar autorizado por el gobierno chileno, lo que disgustó a muchas de las víctimas impotentes por el incumplimiento de las condenas.


Escrito por: Adrián y David

1.08.2007

El viaje


José Ángel Garrido, compañero de 1º de Bac. B ha escrito un texto muy hermoso sobre el camino de Santiago que realizamos en junio del año pasado. Hemos esperado mucho pero al final ha merecido la pena. Que lo disfrutéis y felicidades José Ángel.

Crujen las hojas de carvallo secas bajo las gruesas botas del peregrino, firmes naos en el mar de hojarasca. Una fina capa de polvo envuelve al resistente calzado, moteado por las gotas de sudor que caen de la frente del viajero, que prosigue, incansable, el largo camino, con la mirada siempre puesta en el horizonte, esperando divisar al fondo de la arboleda el próximo albergue.

Se para a descansar a la sombra del vergel de árboles, verdadera delicia para los sentidos, embriagado por el fresco verdor de la fronde. Deleitan con su aroma las frágiles flores de colores suaves, que invitan a multitud de insectos a saborear la dulce ambrosía de su interior.

El peregrino saca de su macuto una pieza de fruta, y va recobrando fuerzas con cada bocado que da. Su estómago, acostumbrado ya al escaso sustento, recibe agradecido el alimento, que permitirá que prosiga el camino con nuevas energías.

Pasan las horas y el peregrino deja atrás el cansancio cuando divisa, en un cruce del camino, un letrero con el próximo pueblo, donde le espera un merecido descanso.

Se van dispersando los árboles y aparece una serpenteante carretera flanqueada por las ruinas de una antigua casa de piedra, invadida por la maleza y la hiedra.

El incansable viajero continúa con su camino por la calzada de asfalto, conduciendo sus pasos hasta la lejanía, donde se divisan, como pequeñas manchas negras trepando por la ladera de la colina, las modestas casas del pueblecito. El peregrino siente un gran alivio cuando contempla por fin un lugar donde descansar de la agotadora jornada.

Tras descender de la falda de la montaña, apoyado en su cayado para no resbalar con los pedregales, llega al cálido ambiente de la aldea, donde es acogido con gran amabilidad en el albergue de peregrinos. En unas modestas estancias están acomodados aquí y allá peregrinos exhaustos de diversas nacionalidades, con los macutos dispersos por el suelo. En sus caras se puede ver el cansancio que han llevado durante muchos kilómetros y que ahora se va liberando en un profundo y placentero sueño. El viajero deja la mochila al lado de una litera vacía, al lado de unos peregrinos franceses que duermen impasibles entre el jaleo de los que están despiertos. Desenvuelve el saco de dormir y lo coloca encima de la litera, y acto seguido se deshace de las ropas sucias y se echa a dormir.

El peregrino despierta temprano, alumbrado por un cálido rayo de sol que se filtra de la ventana entreabierta. Con gran pereza y refunfuñando para sí, se levanta, y se queda durante unos instantes como ausente, medio incorporado sobre el colchón. De pronto se baja de la cama y coge la ropa que llevará durante la próxima etapa. Coge el saco y lo enrolla para guardarlo en el macuto. Tras un vistazo rápido por la habitación, se da cuenta de que muchos peregrinos están todavía durmiendo (algunos también roncan...), y se dirige a las duchas para refrescarse antes de partir. Tras la ducha, que lo deja como nuevo, baja al comedor común, donde le ofrecen un pequeño desayuno que consiste en un café y un croissán, que coge agradecido y con el que toma fuerzas para emprender un nuevo viaje. Se coloca la mochila a la espalda, coge el cayado y sale afuera. Respira hondo y contempla el paisaje desde el porche. Las montañas, cubiertas de verde por los frondosos bosques, están ceñidas por un mar de niebla, que inunda la parte baja del paisaje como un velo blanco. Un castaño se recorta contra el cielo, que aparece casi despejado de nubes, augurando un buen tiempo. Sopla una suave brisa que hace muy agradable el andar. Impulsado por las corrientes de aire, un cuervo planea sobrevolando las colinas que se extienden abajo, y lanza un cruel graznido sobre todas las cosas que quedan por debajo de él, vanagloriándose de su libertad.

El viajero se despide con tristeza del acogedor pueblecito, dedicándole una mirada repleta de sentimientos, pero conforme por la multitud de experiencias que le esperan. Y continúa el largo viaje, que se adentra con senderos de hojarasca y pedregal en la espesura de los mágicos paisajes de Galicia.

El peregrino se desliza entre unos zarzales, con cuidado de no llevarse un corte, esquivando las espinosas ramas; camina entre un corredor natural que han formado los viejos árboles, cubiertos de hiedra y musgo, elevando sus ramas al cielo, creando con sus hojas una bóveda perfecta, que filtra unos débiles rayos de luz que traspasan el sombrío pasillo vegetal. Con esta idílica estampa el viajero camina reconfortado por la belleza del paisaje, mientras un coro de aves silvestres ameniza el camino.

Pronto el camino se torna más abrupto, empiezan a elevarse entre la maleza grandes rocas revestidas con liquen y musgo, y las montañas empiezan a estar llenas de rocas de extravagantes formas que invitan a la imaginación a descifrar su misteriosa apariencia.

El viajero prosigue extasiado por la delicadeza del paisaje, de la magnífica gama de colores y aromas que invaden sus sentidos, haciendo del trayecto un recuerdo imborrable; por un instante, se detiene, y cierra los ojos: su mente se llena de sensaciones que inundan su cuerpo de una armonía absoluta. Sólo los furtivos sonidos del bosque le separan del silencio; y comprende el verdadero sentido de su viaje: conocerse a sí mismo, fundirse con ese paisaje que le embriaga, ignorar el cansancio y lo material y volverse parte de ese camino; formar parte del complejo devenir de sentidos que transita por esas rutas; recordar después las experiencias que lleva en la mochila y disfrutar de esos paisajes, de esos monumentos labrados en roca antigua y engalanados de musgo, de esa hospitalidad y el calor humano que exhalan los tranquilos pueblecitos gallegos.

JOSÉ ÁNGEL GARRIDO CORDERO - “Al verdor de los paisajes gallegos, que se dispersó en ceniza con el viento”.

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